lunes, 29 de octubre de 2007

PENSAR LA DEPENDENCIA Y NO LA DROGA

Pensar la dependencia y no la droga - Reflexiones a caballo de los mitos de Sísifo y el niño que quería vaciar el mar con una concha

Introducción

Decía no hace mucho tiempo que llevo dieciséis años dedicándome al tema de la drogodependencia, desde la irritación que me produjo un celebre anuncio que allá por los años 77 y 78, si no recuerdo mal, cubrió las paredes y las vallas de anuncios del Estado; para el que no lo recuerde o no haya visto, tratábase de una enorme esquela, en la cual decía: “fulanito de tal (pon aquí tu nombre) murió a causa de la droga”, y con letras mayúsculas, amenazadoras, oraculares, se decía: “La droga mata”.

Poco sabrán los responsables del Ministerio de la época, los mismos que, tiempo más tarde, con total irresponsabilidad permitirían el genocidio de la colza, que este anuncio tan insensato como provocativo determinaría de algún modo mi futuro. En la época de la cresta de la ola “pogre”, caracterizada por elementos tan disonantes como el irracionalismo, un presunto ultraizquierdismo, que el tiempo abocó a caer en brazos de la OTAN, la concepción de que todas las ideas son respetables y que las drogas no sólo eran malas, sino que eran buenas, determinó mi orientación profesional: Es aquí donde empezó el camino que me convirtió en experto en este tema.

Experto. ¿En qué? ¿En drogas? Esto es lo que la inmensa mayoría de gente dice que yo soy, porque en el imaginario social se sigue pensando, discutiendo, persiguiendo, controlando todo lo que a las drogas concierne. Mucha gente vive de las drogas, de un lado los proveedores de drogas, de otros los consumidores y, de otro, los expertos; dado que en este ambiente estamos los expertos, los que vivimos también de las drogas, será interesante plantear si ésta es la cosa que nos permite vivir más o menos desahogadamente y de paso dar algún sentido a nuestra existencia.

Efectivamente, empecé a estudiar las drogas y sus efectos farmacológicos y tóxicos para ver si era cierto que las drogas mataban como decía el anuncio de la UCD, que era exactamente lo contrario de lo que decían y hacían los progres que se realizaban oyendo a Pink Floyd o extasiándose ante películas como “Easy Rider”. Pero la farmacología y la toxicología no satisfacían en absoluto los interrogantes que me venía planteando y no veía motivos suficientes para poder participar de forma absoluta de una afirmación tan categórica como la del anuncio o la de los progres. Después de mucha farmacología y mucha toxicología llegué a la conclusión que esto de que “la droga mata” era más bien una exageración y no una constatación fundada en criterios científicos.

Es así como empecé a estudiar aspectos relacionados con la antropología y la historia de las drogas y ello me permitió, al menos, formularme una primera pregunta mínimamente interesante, destilada como un buen whisky de “Phantastica” de Levin, a saber: Si todos los seres humanos toman drogas desde la noche de los tiempos, ¿por qué la adicción a las drogas es una epidemia contemporánea? Un tiempo más tarde cayó en mis manos “El capitalismo monipolista” de Baran y Sweezy, en cuyo último capítulo, titulado “El sistema irracional”, me permitió contestar en parte la anterior pregunta, a la vez que me obligó a analizar de forma más global el fenómeno “droga”, es decir desde una perspectiva histórica y política. Ésta y otras lecturas permitieron que empezara a darme cuenta de las limitaciones que consideraba tenían los análisis convencionales sobre el tema droga. De paso me convencí que sólo el materialismo histórico, por supuestamente pasado de moda que estuviera, era el único método de análisis que permitía estudiar integradas las cuestiones de antropología, sociología e historia de las drogas de forma que me permitiese explicar qué ocurre realmente en relación a este fenómeno en el mundo en que me ha tocado vivir.[1][2]

Es bueno recordar ahora, ante todos los desmanes de la DEA en América Latina, cuán oportunos son los conceptos de imperialismo o de intercambio desigual para entender un poco lo que ocurre en aquellas tierras tan hermosas y al tiempo tan castigadas por tantos fenómenos relacionados directa o indirectamente con las drogas.[3][4]

Más adelante, cayeron en mis manos dos trabajos luminosos que me entusiasmaron por las cuestiones que se relacionan con la filogenia del ser humano y, por derivación, la neurobiología; me refiero a los artículos del gran paleontólogo norteamericano Steohen Gould y esta auténtica obra de arte de la divulgación científica de alto nivel, el libro de Jean Pierre Changeux “El hombre neuronal”, un texto escrito por un neurobiólogo de vanguardia para la audiencia de psiquiatras y psicoanalistas, interesados en reelaborar la relación entre cuerpo y mente. Un libro con el cual ha ocurrido una cosa que no suele ser corriente en el caso de los libros científicos: ha ganado con el paso del tiempo, como el buen vino.[5][6][7][8]

Resumidamente, fue a partir de aquí que me acerqué a un hecho que nadie me había enseñado a lo largo de mi carrera de médico, ni en otras actividades de formación posteriores y que ahora considero lo más fundamental que tendría que aprender cualquier estudiante de medicina en su primer día de clase en la facultad, a saber: la radical precariedad del ser humano y su condición de ser dependiente; en otras palabras, si lo que dicen los existencialistas es que el ser humano es un ser para la muerte, hay que añadir que es un ser para la dependencia. La muerte es simplemente el final, la dependencia es la vida; lo que los existencialistas no han sabido ver es que la dependencia es parte inherente de la vida. Es por esta vía que entré en contacto con el psicoanálisis.

Sea como fuere, materialismo histórico, neurobiología y psicoanálisis, me forzaron a cuestionar que las drogas fueran el problema real y desde hace mucho tiempo soy de los que sostienen que las drogas no son el problema, sino que el problema a examinar es la dependencia del ser humano en un sentido genérico y en un sentido más particular su dependencia a las drogas. En consecuencia, remendando lo que decía no hace mucho tiempo atrás uno de los compiladores del presente volumen en un artículo de periódico a propósito del asunto: “ni digo no a la droga, ni me uno contra la droga”[9] para ello ya tenemos a Luis del Olmo o a Baltasar Garzón que practican un pensamiento y una acción permitidos por la policía y prohibidos por la lógica. Allá ellos.

La cuestión a examinar no es pues “la droga”, sino la “dependencia” a algo muy particular, las drogas, que son una de las infinitas cosas a las que el ser humano puede engancharse, convertirse, en dependiente, en una palabra, en un sujeto sujetado a la droga y de ahí, proceder lenta o rápidamente a su destrucción.

En las páginas que seguirán de esta ponencia, hablaré de la dependencia, la cual, en sus diversas formas y variaciones, es lo que ha de ser motivo, según mi opinión, para ser colocado en el centro del análisis para comprender esta epidemia contemporánea. Con el paso del tiempo, aún cuando en el tejido social esta forma de examinar el tema sigue siendo absolutamente desconocida, y en los ámbitos científicos y académicos, mayoritariamente tenida en poca consideración, yo me adhiero a ella por minoritaria que sea. La confusión entre democracia y dictadura de la mayoría ha venido facilitando, desde Jean-Jacques Rousseau, que se sostenga el pensamiento de que la verdad es lo que la mayoría piensa; ello no es cierto, hay verdades objetivas por muy refutables que pudieran ser en algún momento del desarrollo del saber; por esto es tan deleznable la teoría que se deriva de lo anterior, según la cual las teorías son respetables.

Poner el acento en la droga para comprender el porqué la drogodependencia es una epidemia contemporánea conduce, en mi opinión, a no entenderla. Un asunto es la posible refutabilidad de algunas verdades por el mismo desarrollo del saber y otra muy distinta es, por la vía de la repetición, suponer que es lo mismo colocar en el centro del análisis a las drogas o las dependencias. Son posiciones antagónicas, y nunca mejor dicho, copernicanamente distintas. Los que pensamos que en el centro del análisis hay que poner a la dependencia y no a las drogas, nos importa muy poco estar en minoría: la extraordinaria potencia explicativa de esta posición, aparte de la interpretación de los hechos, permite colocar al ser humano como objeto del conocimiento científico y poner este conocimiento realizado sobre sí mismo a su disposición, para cambiarse a sí mismo y cambiar el mundo que le rodea en una dirección más deseable para todos.

Si necesitamos conocer es por algo. Aunque sea por placer, pero en el caso que nos ocupa, la necesidad de conocer no conecta con el placer sino con el dolor: el “fenómeno drogas” no es el fenómeno con el que los sociólogos positivistas nos fustigan una y otra vez para solaz y esparcimiento académicos; si nos interesa la dependencia a las drogas es por el mismo motivo que a Semmelweiss le empezó a preocupar la elevada morbilidad y mortalidad de fiebre y sepsis puerperal en una de las salas de la Clínica Maternal del Hospital de Viena: el enorme dolor, el enorme sufrimiento humano, la cantidad de vidas truncadas, el infinito número de seres sujetados a substancias, las cuales tomadas para evitar sufrimiento les hacen sufrir. Lo que ha de importarnos, pues, no son las cosas, las drogas, sino los seres humanos sufrientes, y por ello se hace imprescindible abordar el asunto desde la dependencia para comprenderlo mejor, y así reducir el sufrimiento de los seres humanos, que al fin y al cabo es lo único que tendría que importarnos.[10]

Empecemos, pues, por el principio, o sea por la dependencia, pero antes de entrar en ella, importante que conozcamos sobre qué bases se asienta ésta y la convierte en un fenómeno tan específico y polimorfo en la especie humana.

Los fundamentos de la dependencia en general y de la drogodependencia como fenómeno específico

Desde lo que la biología nos enseña, el ser humano, el animal más neoténico conocido, es decir, que tarda más tiempo en madurar y conserva por más tiempo los trazos juveniles, nace muy inmaduro, se desarrolla en contacto con el ambiente natural y social y deviene maduro en la medida en que todos sus órganos, aparatos y sistemas y muy en particular el sistema nervioso central, son moldeados por la acción del ambiente. Durante un larguísimo período de su vida el ser humano depende totalmente de su entorno, sin el cual no llega a madurar cerebralmente.

Su gran desarrollo cerebral, si de un lado le permite salir de la biología y crear cultura, como señalara tan oportunamente Jacques Ruffié, como que es un animal que desea, que es capaz de imaginar y que ha requerido de los otros para llegar a ser, le convierten en un ser permanentemente sufriente, que no puede ser entendido desde una perspectiva antropológica sin verlo inserto en una amalgama de redes vinculares de muy variada y compleja índole que en su infancia le permitieron sobrevivir, en su vida adulta relacionarse y, siempre, reducir sus incapacidades, y su dolor. Podríamos pues afirmar sin miedo a equivocarnos que los seres humanos somos seres más dependientes de la historia de la vida; a ello hay que añadir que, en la medida en que nos desujetamos de la dependencia de los demás nos sujetamos a otras dependencias que nos creamos consciente o inconscientemente, como por ejemplo la dependencia amorosa, a los juegos de azar, a la lectura, al deporte, o incluso al trabajo.

Si tomamos, pues, la dependencia como referente a la hora de examinar la vida cotidiana, podríamos ver cómo de porosa es en relación con la dependencia: dependemos del café que nos tomamos antes de salir de casa, del beso rápido que nos da nuestra pareja al ir al trabajo, de las tecnologías que operan, si seguimos a Gehlen, como prótesis de nuestros órganos, nos convierten al tiempo de dependientes de ellas, y así hasta el infinito, como en el cuento de Oscar Wilde, que lleva por título “El pescador y su alma”, la dependencia es la sombra que nos acompaña permanentemente.

Dicho en otras palabras, el desarrollo cerebral del ser humano y los complejos avatares que se van produciendo a través de la larga marcha de su maduración, le hacen intrínsecamente dependiente. Podemos decir que éste es el precio filogenético que la especie humana ha pagado para crear cultura, una imagen del ser humano y de la historia, en una palabra, ser una especie autoconsciente.[11]

La drogodependencia, pues, es un caso particular, y no el más importante, de la dependencia humana; si en algo nos interroga esta forma particular de dependencia es porque nos obliga a reflexionar sobre la dependencia en general, y no aislarlo de ella. Y aún cuando no es menos cierto que Brueghel el viejo ya nos ilustrara con sus pinturas de adictos al juego o a la comida, en el momento contemporáneo la drogodependencia ha adquirido una extensión y una gravedad epidemiológicas que, si bien nos fuerza a tomarla como objeto específico de estudio, es imposible disociarla de la dependencia como fenómeno general.

Su especificidad reside en todo caso por el hecho de que al introducir sustancias químicas en el organismo, éstas dañan –y mucho- a la corta o a la larga la salud de quienes las toman. Aunque con todas las dependencias, a la corta o la larga pase algo similar, aquí reside su mayor especificidad, porque los efectos sobre la salud son más visibles y espectaculares de entrada que con muchas otras formas de dependencia.[12]

Esquema que muestra la capacidad craeneana relativa en bebés y adultos de gorila y ser humano. El mayor crecimiento postnatal en el hombre incrementó la selección en favor de una organización social más estable.

Complejidad social e inteligencia acrecentada. La necesidad de hacer frente a una creciente complejidad social -que supone pautas de subsisitencia cada vez más exigentes, pero, sobre todo, una estructura social más ramificada e interacciones sociales más impredecibles– puede haber sido una importante presión de selección a favor de una mayor inteligencia.

Cualquier historiador de la medicina, de la salud pública o del desarrollo del capitalismo en Europa convendrá que la drogodependencia como epidemia es tan nueva que apenas se remonta más allá de dos siglos y medio en sus orígenes, y que ha llegado a su eclosión en nuestro siglo. En el caso del Estado español, la epidemia de la drogodependencia ha hecho presa en las gentes que viven y trabajan (y por lo tanto sufren) en la jungla de asfalto de las grandes conurbaciones, surgidas del proceso de desarrollo que se da en España después de la guerra civil y, en particular, desde la segunda mitad de los años 50 en adelante.

Pero antes de seguir avanzando, se impone un pequeño alto, que probablemente podría dejar de lado en un marco como éste, dado que todos somos expertos en la materia; pero como que la función de la producción científica remite a la sociedad de la que nace, lo que estamos haciendo aquí, si algún sentido tiene, lo es por su proyección social: se impone definir para aquellos que pudieran leer este trabajo más allá de estas puertas, definir qué entendemos por dependencia. Hasta ahora, he venido usando coloquialmente la palabra; dejemos pues de hablar coloquialmente de dependencia y definámosla de la mejor manera posible.

La dependencia y sus tipos

En un texto publicado por los años del anuncio de UCD, que lleva por título. “La ideología de la droga y la cuestión de las drogas, ligeras”, uno de los primeros textos escritos desde una perspectiva crítica, y al que debo mucho sobre el fenómeno que nos ocupa, el psiquiatra italiano Giovanni Jervis –muy poco leído por los progres porque estaban muy ocupados oyendo a Jim Morrisson- planteaba, desde una perspectiva que aún hoy resulta innovadora, a diferencia entre “droga”, “dependencia psíquica”, “dependencia física”, “tolerancia” y “toxicomanía”.

Sigo pensando que éste es un trabajo excelente y gracias a él pude observar que todas estas definiciones, cuando eran sistemáticamente buscadas y contrastadas, estaban muy cargadas de ideología y muy poco de ciencia; es por esto que, sigo pensando, merece la pena recordarlas:

Si el término “droga” tiene algún sentido, en la medida en que lo tiene, significa lo siguiente: una sustancia química que es introducida voluntariamente en el organismo con la finalidad de modificar las condiciones psíquicas y en tanto que tal crea en el sujeto que la toma, más o menos fácilmente, una situación de dependencia, o sea una situación en que siente la necesidad de recurrir con mayor o menor regularidad a este mismo producto químico para superar las dificultades psicológicas derivadas de su vida cotidiana.

Definición de dependencia: es un fenómeno en virtud del cual, y como resultado de la toma de la droga, se desencadenan una serie de fuerzas fisiológicas, bioquímicas, sociales y ambientales que predisponen a la utilización de la droga de manera continuada. El carácter principal de la dependencia reside en la peculiaridad de la recompensa que proporciona el producto que la genera.

Dependencia psíquica: en este tipo de dependencia es imprescindible la administración continuada del producto para que el individuo pueda mantener el bienestar óptimo a nivel psicológico. Si la sustancia falta se produce un estado de angustia profunda que desaparece cuando el producto se administra otra vez.

Dependencia física: se presenta cuando el organismo requiere desde una perspectiva fisiológica la presencia de producto para que su funcionamiento sea normal. Entonces, cuando falta esta sustancia, aparece el síndrome de abstinencia, conjunto de manifestaciones patológicas independientes de la voluntad del individuo y pueden poner su vida en peligro.

Y pese a que sigo manteniendo que las definiciones de Jervis son aún hoy muy útiles, observase que Jervis, pese a adoptar una posición crítica, pone primero la droga y luego la dependencia. Es interesante observar que un psiquiatra que es uno de los adalides de la ciencia crítica y de los que más se ha ocupado de la crítica política a la ciencia desde posiciones de izquierda, Jervis repito, sin darse cuenta, no aborda antropológicamente la dependencia y, en consecuencia, pone el carro delante del buey. Considero a Jervis de los pocos maestros en el sentido fuerte de la palabra que ha tenido acerca de este tema y de muchos otros. Si puedo escribir estas cosas ahora es por claridad y rigor de un discurso en el que se ligan ciencia y política.[13]

Si alguien tan lúcido como Jervis coloca la droga en el lugar principal, aún cuando critique la ideología de la droga, nada puede esperare de las definiciones que puedan dar quienes parten de las drogas, ven a éstas como tóxicos a prohibir porque crean dependencia física, consideran que la psíquica no es más que una emanación de la física.

Con lo que estoy diciendo, no niego en modo alguno que el farmacólogo o el economista puedan estudiar una droga, o un jurista las implicaciones legales de su uso, o cuestiones relacionadas con el tráfico, bien al contrario, pero insisto que lo esencial ha de pasar, según mi modo de ver, por colocar el análisis de estas cuestiones de forma subsidiaria al análisis de la dependencia y, en particular, de la dependencia psíquica. No estará de más llegados a este punto recordar lo que dice Jean Pierre Changeux, como epílogo del libro que citaba anteriormente:

El encéfalo propio del homo sapiens se diferenció, probablemente, en las llanuras africanas en el seno de la población de algunas centenas de millares de individuos. Actualmente, miles de millones han invadido casi la totalidad del planeta e intentan, incluso, propagarse fuera de él. La organización y la flexibilidad del encéfalo humano ¿siguen siendo compatibles con la evolución de un entorno que domina ya sólo parcialmente? ¿No se está abriendo un abismo de desarmonía profunda entre el celebro del hombre y el mundo que le rodea? Es posible preguntárselo. Las arquitecturas en las que se encierra, las condiciones de trabajo a las que está sometido, las amenazas de destrucción total que hace pesar sobre sus congéneres, por no mencionar la subalimentación a la que somete a la mayor parte de sus representantes ¿Son favorables a un desarrollo y a un funcionamiento equilibrado de su encéfalo? Se puede, efectivamente, poner en duda. Tras haber devastado la naturaleza que le rodea, ¿está el hombre devastando su propio cerebro? Una sola cifra prueba la urgencia del problema, la del consumo de los medicamentos más vendidos del mundo: los benzodiazepinas. Estos tranquilizantes menores actúan a nivel receptor cerebral de un neurotransmisor inhibidor, el ácido gamma-amino-butírico. Aumentando su efecto calman la angustia y ayudan al sueño. En Francia se venden cada mes siete millones de cajas y en la mayor parte de países industriales se dan cifras semejantes. ¿Debe el hombre moderno dominarse para poder soportar los efectos de un entorno que él ha producido? Ha llegado ya el momento de considerar este problema con seriedad. Es necesario construir todavía en nuestro cerebro una imagen del hombre, una idea que sea como el modelo que podamos contemplar ¡y que sirva para el futuro!

Changeux, pues, pone ante nuestros ojos al final de su monumental trabajo el “Apocalipsis neuronal”, consecuencia de esa contradicción antagónica: el ser más dependiente de la naturaleza en un momento determinado de su desarrollo histórico ha creado unas condiciones que se exacerban, de un lado su capacidad para el dominio de la naturaleza mediante la técnica y, de otro, su dependencia psíquica a productos químicos para poder seguir viviendo: al dolor del vivir existencial se suma la imposibilidad del vivir como seres humanos plenos en un momento histórico que José Herbig ha denominado “El final de la civilización burguesa”.[14]

Quien escribe estas líneas, en modo alguno niega el valor de la dependencia física, bien al contrario, como médico conoce los efectos funestos y destructivos que ésta produce e insiste en que, aún, sabemos pocas cosas sobre ella; para recordarnos otra vez: si los seres humanos necesitan tomar cosas para aplacar, no sólo el dolor de muelas, sino el dolor de vivir en las grandes conurbaciones anémicas e insalubres de las sociedades industriales contemporáneas en las que el trabajo es tan escaso como escasos son los símbolos, es porque este dolor es mucho mayor que el dolor de muelas y precarias, más aún si cabe, al ya precario ser humano; no es pues de extrañar, y así nos lo muestran las estadísticas sanitarias, que en el actual contexto de crisis de civilización, el equilibrio emocional de los seres humanos dependa de la ingesta de sustancias químicas, sin las cuales un cierto bienestar resulta imposible.

Pensar la dependencia psíquica implica pensar el psiquismo del sujeto dependiente

Lentamente, la evidencia de los hechos se va imponiendo y afortunadamente cada vez somos más los que defendemos el valor y la especificidad de la dependencia psíquica. Pero ésta no es un fenómeno universal: para poner un ejemplo, en toda la especie humana, la respuesta física a los opiáceos, al alcohol o a las anfetaminas, después de varias ingestas es siempre muy similar, dentro de la variabilidad del fenómeno. En cambio, la dependencia psíquica conecta con la especificidad, con la irrepetibilidad de cada sujeto, de cada psiquismo que ha existido en toda la historia de la vida humana.

Pero si afirmamos que la dependencia psíquica es lo esencial, y en consecuencia colocamos el psiquismo de algún sujeto humano en el centro del análisis, de ello no se sigue en modo alguno que afirmemos que cada sujeto concreto, al estilo de lo que decía Pico de la Mirándola, puede llegar a ser Dios o degradarse hasta los comportamientos propios de las bestias, a través de simples actos de la voluntad derivados del ejercicio de la razón. Esto remite al sujeto humano en un sentido histórico y antropológico y mucho menos aún a los sujetos concretos que nos rodean, ésta, en palabras de Riesmann, muchedumbre solitaria atrapada en la desigualdad social y en la anomia.

La subjetividad tiene pues una base objetiva: esta base es el proceso de maduración de un embrión humano, que un par de décadas más tarde del nacimiento –y no siempre- llegará a sujeto adulto. La maduración cultural precisa todas las categorías sociales, tal y como son dadas en su mundo, categorías que vivirá sentirá como lógicas, naturales y susceptibles de cambio. Cada nuevo adulto llevará en el interior de su cerebro, autoorganizado por las presiones del ambiente, el mundo que le rodea y del que forma parte.

Todos los antropólogos que han dedicado alguna atención al tema han hecho notar que las implicaciones que se derivan de este proceso son tan serias que, al conocerlas, nos producen una mezcla de miedo y consternación: Marx decía muy oportunamente que “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Cuando un ser llega a adulto, ha interiorizado en sus conexiones neuronales el mundo exterior como el único posible, como el más natural y desear cambiarlo implicará un trabajo psíquico de enormes consecuencias e implicaciones. Es por esto que las sociedades, pese a que muchas de ellas se fundan en diversas formas de desigualdad, son tan resistentes a los cambios. Los historiadores han señalado que cuando éstos se producen quedan insertos en los cerebros de las nuevas generaciones de forma muy consistente, los cuales se entremezclan al mismo tiempo con pautas de vida cotidiana aún cuando hayan cambiado las formas de organización política, jurídica, social y técnica.[15]

El papel del útero social es pues determinante: el niño forcejea, el útero social le dice una y otra vez con palabras, actos, actitudes y valores, que si no hace aquello que es bueno y deseable en aquella cultura concreta quedará excluido, y él, ser dependiente desde los primeros momentos de su existencia, recuerda entre las brumas de su memoria infantil que desde muy temprana hora sintió el horror al desamparo y supo que no era nada sin los otros. La especie humana es la única especie en la que “el sujeto” en sentido antropológico no existe. Cada sujeto concreto es –somos- la expresión del tremendo combate producido en cada momento de nuestra existencia entre nuestros deseos, muchos los cuales no son conscientes, y el hecho que para satisfacerlos, una vez han adquirido la forma de necesidad concreta necesitamos, valga la redundancia, siempre directa o indirectamente de los demás, cosa que se hace extraordinariamente intensa en este doloroso y largo período infantil.[16]

No es de extrañar pues que un gran reaccionario como Aristóteles insistiera en su política sobre la naturaleza intrínsecamente social del ser humano:

Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los animales que viven en grey, es porque la naturaleza no hace nada en vano.

Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar alegría y dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí. Pero la palabra ha sido concebida para expresar el bien y el mal y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado… lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo, es que si no se admitiera resultaría que puede el individuo bastarse a sí mismo, aislado así de todo, como el resto de las partes; pero aquél que no pueda vivir en sociedad, y que en medio de su independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro de estado, o es un bruto o es Dios… La naturaleza arrastra, pues, a todos los hombres a la asociación política.[17]

Un apasionado lector de grandes reaccionarios, Marx, retomando Aristóteles, afirmaba en su “Introducción a la crítica a la economía política” que:

Solamente al llegar el siglo XVIII, con la sociedad civil, las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, es decir, como una necesidad exterior. Pero la época que genera este punto de vista es precisamente aquélla en la cual las relaciones sociales, universales según ese punto de vista, han llegado al más alto grado de desarrollo alcanzado hasta el presente. El hombre es, en su sentido más literal, un animal político, no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad.

En consecuencia no es posible, en modo alguno, sostener la falacia del “yo” separado porque es una afirmación no sostenible desde el punto de vista neurobiológico, psicológico y sociológico.

En las sociedades tradicionales el útero social, que de forma muy simplificada es llamado por los historiadores familia amplia, pese a que es evidente que en cada contexto histórico su forma es distinta, realizaba esta tarea con creciente eficacia consolidada a lo largo de centenares de años y de milenios; no en vano, Marguerite Yourcenar reflexionaba como sigue sobre el paso del tiempo y la acción de la cultura fluyendo a través de las generaciones en las notas de redacción de sus “Memorias de Adriano”:

Experiencia con el tiempo, dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho años, dieciocho siglos. La inmóvil permanencia de las estatuas que, como la cabeza de Antonio, Mondragón en el Louvre, viven en el interior de este tiempo muerto. El mismo problema considerado en términos de generaciones humanas: dos docenas de pares de manos descarnadas, unos veinticinco ancianos, bastarían para establecer un contacto ininterrumpido entre Adriano y nosotros.[18]

En el contexto contemporáneo este útero es la familia nuclear, en la que recae la tarea ímproba de socializar al nuevo embrión humano. En esta familia se concretan una tal cantidad de roles, funciones y obligaciones que, indefectiblemente, agravan la dificultad que el proceso tiene por sí mismo. En la medida en que el campo de las identificaciones es mucho más reducido, un proceso que ya de por sí se hace en el sufrimiento se exacerba en la medida en que, un hombre y una mujer, ambos con una biografía concreta, solos ante el peligro han de ejercer de representantes a nivel macro de tofo lo que es una sociedad al recaer sobre ellos el proceso básico de socialización, y esto en mucha carga.

El tránsito de las formas de familia amplia a familia nuclear es uno de los resultados del paso de las sociedades tradicionales a las industriales, una de sus consecuencias es el crecimiento exponencial de la técnica; pero este proceso, si bien es el resultado de un superior control de los seres humanos sobre la naturaleza gracias al desarrollo tecnológico, somete a éstos a presiones de las cuales difícilmente puedan escapar.

El problema no es que el tránsito en Europa de la sociedad tradicional a la sociedad industrial se haya hecho derivado del desarrollo tecnológico, sino que este cambio se ha producido por el desarrollo del capitalismo y, en consecuencia, dirigido por los imperativos de la valorización del capital convirtiendo, desde el mismo momento de la acumulación originaria, la competencia y el enriquecimiento como los valores centrales de la nueva cultura. Siguen siendo actuales las palabras con las que Marx ilustraba, con aquella ironía tan suya, lo que este proceso representó desde su origen y sigue representando aún hoy en día:

En tiempos muy remotos había por un lado una élite muy diligente y, por otro, una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa que aún hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas y la riqueza de unos pocos que crecen continuamente, aunque sus poseedores hayan dejado ya de trabajar hace mucho tiempo… En la historia real, el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo, en una palabra, la violencia. En la economía política, tan apacible desde los tiempos inmemoriales ha imperado el idilio. El derecho y el “trabajo” fueron desde épocas pretéritas los únicos medios de enriquecimiento, siempre a excepción, naturalmente, de los de “este” año. En realidad, los métodos de acumulación originaria son cualquier cosa menos idílicos.[19]

Marcuse, Herbig e incluso Merton, entre muchos otros, han destacado cuán poco idílicos y cuán altos han sido los costes en dolor y enfermedad que pagamos los seres humanos viviendo en un contexto histórico en el que los fines señalados por la cultura son, en la medida en que se fundan en la competitividad, el rendimiento y el consumo creciente de mercancías, irrealizables para la inmensa mayoría de sus partícipes; dice Herbig respecto a esto:

Aparentemente, el desarrollo económico está legitimado por los deseos de los consumidores, pero esta afirmación no va más allá de la caja de los comercios y quebraría si se pusieran al descubierto los mecanismos de manipulación. Se constataría entonces que los consumidores, supuestamente autónomos, no son sino elementos de todo punto pasivos del ciclo de reproducción económica.

En este mismo sentido, se pronunciaba la socióloga Mª Jesús izquierdo, cuando en un trabajo hablando de estas cosas decía:

El grado de poder hegemónico de una sociedad se puede medir por la capacidad de implantar en personas y en naciones la estructura de necesidades que ha creado. Pensemos, ejemplo, en el nivel de hegemonía que han creado los EE.UU. en este terreno. Una característica fundamental de los seres humanos, no es tanto la capacidad que tienen de satisfacer como la de producir sus necesidades. Tenemos la capacidad de imaginar cosas, como las podemos convertir en realidad, construir lo imaginado en la forma imaginada y hacer de estas cosas que antes no existían una necesidad… Un ser alienado necesita lo que otros quieren que necesite, los mismos que le explotan y someten, eso se pone en manos de sus opresores… Sus necesidades no son autónomas, no las ha inventado ni producido el oprimido, ésta constituye la indicación máxima de que se halla sujeto a las relaciones de dominación.[20]

Y Herbig remacha el asunto como sigue:

La incapacidad del individuo para subsistir libre de conflictos se atribuye a debilidades subjetivas y no contradicciones objetivas. El afecto puede contar con un cierto grado de solidaridad por parte de la sociedad que le da provisionalmente opciones o lo manda al médico, etc., pero en último término ha de buscar en sí mismo la culpa: los nervios frágiles, la tendencia a la depresión, la precariedad vegetativa… Como se ve en el debate en torno a la sociedad del rendimiento, el engaño es practicado conscientemente.

A lo dicho anteriormente, hemos de añadir la creciente insalubridad ambiental, tanto de carácter físico (recordemos las consecuencias de la acción lesiva del ruido), como de carácter químico (junto a la contaminación química producida por la industria, la que producen los automóviles, determina la calidad del ambiente urbano). Es por todos estos motivos que ni es de extrañar que el proceso de socialización encargado a dos personas se realice de forma muy alterada.

Aun cuando sepamos que es un proceso que por sí mismo está condenado a ser, parafraseando al poeta Gil de Biedma:

Cosa que siempre sucede y que no acaba nunca o acaba en desgracia.

El dolor del vivir de los principales responsables de la socialización sobre todo si son gentes precarias, tanto desde el punto económico como cultural, contribuye más aún a que dificultades que difícilmente se darían en el contexto de una sociedad y una cultura preindustriales, se nos presenten ahora como corrientes. En consecuencia, el dolor del vivir de los seres humanos que trabajan en las sociedades industriales a los que se ha encargado la socialización de otro ser humano que, a unos años vista, a su vez, repetirá otra vez el proceso, acumulará inexorablemente y de forma independiente de la voluntad de los protagonistas ”defectos” crecientes, los cuales van precarizando más aún si cabe a las nuevas generaciones; el dolor del vivir, decimos, ha crecido exponencialmente y es por esta razón que para la inmensa mayoría de la gente se hace más necesario que nunca encontrar medios que permitan poder reducirlo como sea, y para ello ¡qué cosa mejor que las drogas!

En el caso del Estado español la cosa se complica más aún si cabe, porque los procesos de desarrollo industrial y la consolidación como un Estado industrial moderno se hicieron no hace demasiado tiempo, sus participantes seguimos vivos y las consecuencias físicas, psíquicas, ecológicas y sociales siguen ahí entre nosotros. No es de extrañar por lo tanto que el fenómeno de la drogodependencia haya calado de forma tan decisiva la evolución del proceso salud-enfermedad en los últimos años.

A modo de conclusión del presente apartado, se impone señalar que el actual contexto histórico que se vive en los países industriales y, en particular, en el caso hispánico, a las bases genéricas de la dependencia se añade un conjunto de fenómenos de carácter histórico y social que la exacerban. La socialización de los nuevos sujetos la realizan seres precarios los cuales, a causa de las condiciones sociales, son más dependientes que en otros momentos históricos de una forma particular de dependencia, a saber, dependencia a las drogas.

En consecuencia, la socialización, frágil de por sí, se dificulta mucho más: el nuevo adulto, socializado en un contexto de dependencia y dolor de vivir muy superiores a los de otros momentos históricos, será un magnífico candidato a ser drogodependiente. Esta probabilidad se hará más alta cuando empiece a constatar que los objetivos de la cultura en la que vive no pueden ser realizados por él como particular, porque se ve forzado a vivir a la inversa de cómo se preconiza socialmente.

Se podrá decir que esto sería una buena explicación del proceso que conduce a los campesinos emigrados, los viejos obreros de la primera revolución industrial o los miembros de las antiguas burguesías urbanas, a ser adictos o tener hijos adictos, pero que esto sería más que discutible en el caso de las clases ricas.[21]

Los poseedores de los medios de producción y quienes giran como satélites a su alrededor, como portadores de la ideología dominante, consideran que lo que importa en el mundo son las cosas y no las personas. Es por este motivo que siguiendo con la analogía de las casas construidas con cemento aluminoso, podremos comprender que de la misma manera que se construyen casas con aluminosis, su adscripción al mundo de las cosas comporta que muchos de sus retoños padezcan aluminosis mental, porque son socializados en un contexto en el cual, como dijera el joven Marx en algún lugar de sus “Manuscritos”:

La desvalorización del mundo humano corre pareja a la valorización del mundo de las cosas.[22]

Por esto no puede sorprendernos el relativo interclasismo de los fenómenos de drogodependencia.

Muchos psicólogos y pedagogos comparten el punto de vista de que esto ocurre porque ha capilarizado la opinión errónea de que la capacidad para la socialización de los seres humanos viene dada por la naturaleza, y por este motivo no se necesitarían conocimientos especiales y, en consecuencia, la resolución de los problemas que comporta se pueden dejar en manos de la institución que cada particular posee como ser humano.

Para estos pedagogos y psicólogos, esta opinión que acabamos de exponer corre paralela con otra de uso corriente, a saber: que para comprender e intervenir en el mundo de la producción de las cosas se necesitan conocimientos científico-técnicos notables. No ha de extrañarnos, pues, que sean tan corrientes las aluminosis mentales y los dolores del vivir que requieren drogas a grandes dosis, entre quienes, paradójicamente, por el lugar que ocupan en la estructura social, podrían realizar este proceso en mejores condiciones de orden económico.

El drama de la drogodependencia como un aspecto concreto de la dependencia en general es porque, no sólo nos interroga a título individual, o porque de un modo u otro es un fenómeno que expresa desigualdad: nos interroga porque al extenderse por todas las clases sociales y de forma epidémica, nos pone directamente frente al grado de malestar al que ha llegado nuestra civilización.

El problema es que la realidad exterior se nos hace invivible y aun cuando alguien podrá polemizar, asegurando con conocimiento que quienes vivieron la peste negra de 1348, la realidad exterior les debía resultar también invivible, a nosotros nos ha tocado vivir sin ratas y con unas condiciones sociales que faciliten que la dependencia como cosa genérica de la especie humana tome la forma particular de drogodependencia. Si los habitantes de la Europa bajo-medieval podían refugiarse en la oración para combatir la peste, nosotros no podemos, salvo si somos creyentes, refugiarnos en ella y tenemos que usar los medios de nuestro tiempo para enfrentar la dependencia a las drogas; es aquí donde radica la extraordinaria dificultad para el éxito de las intervenciones sociales, políticas y sanitarias, dificultad que viene multiplicada porque se pone en primer lugar la droga y no la dependencia.

El dolor de vivir exacerbado en las sociedades industriales y las formas de eludirlo: variaciones a propósito de los quitapenas

A propósito de “El malestar en la cultura”, bueno será recordar que Freud hablando de las dificultades que presenta la relación de los seres humanos con la realidad exterior y cuán complejo es adaptarnos a ella para reducir el dolor del vivir, señalaba varios aspectos: en primer lugar, la necesidad inherente al ser humano de combatir como sea este malestar, incluso para poder realizar su vida cotidiana y, para ello, utiliza diversos instrumentos que permiten hacer frente a este mundo que no entiende.

El primero, el más importante y duradero, es la religión, la cual juega una función anestésica porque da al ser humano una trascendencia a su vida y la esperanza en un futuro en el cual el dolor del vivir y las otras cosas que se le sobreponen serán inexistentes. En segundo lugar, Freud coloca todo lo que hace referencia al intento de comprender objetivamente el mundo exterior como es el conocimiento científico. Un tercer camino es la entrega al arte para así, por la vía de la sensibilidad y la estética, crear realidades bellas e ideales que se superpongan o difuminen lo doloroso del mundo que nos envuelve. Tanto la ciencia como el arte, como manifestaciones del trabajo humano, vendrían a recordarnos que la adscripción a una actividad que sirve para expresarnos socialmente, es decir, para que los otros nos reconozcan como particulares, facilita de una forma nada desdeñable enfrentarnos al dolor del vivir. Así lo expresaba el embajador Máximo Cajal en unas declaraciones:

La vida hay que llevarla con resignación porque es una película que siempre acaba mal, como otros se aferran a la religión yo me aferró a la profesión. Tengo una visión puritana de la vida, con un amplio sentido de la estética. Hemos de caminar con dignidad por el sendero hasta llegar al precipicio.[23]

Finalmente, Freud señala a los narcóticos como otro instrumento para que la vida nos resulte menos invivible:

El método más tosco –dirá- pero también el más eficaz para obtener este influjo es el químico: la intoxicación… Bien se sabe que con la ayuda de los quitaoenas es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio que ofrece mejores condiciones de sensación.[24]

Siguiendo en esta línea de análisis, el psiquiatra y psicoanalista Víctor Korman, decía lo que sigue:

La idea de transformar el mundo no cotiza hoy prácticamente en ninguna parte, ciertamente estas acciones jamás entraron en la bolsa punk y drogadicta. (Los adictos) Impotentes y desencantados optaron por cambiar químicamente la percepción sensorial del universo –no el mundo en sí- inventando su propio planeta… Si bien el montaje demuestra tener patas cortas, mal haríamos en no percibir lo que la toxicomanía nos evidencia de manera patética: el malestar en la cultura se agiganta. Los números son elocuentes, ningún otro trastorno psíquico (la esquizofrenia o la melancolía, por ejemplo), ha visto incrementar tanto el número de casos en las últimas décadas como las toxicomanías.[25]

Y, mientras tanto, el discurso dominante de la ideología de la droga no apabulla con sus mensajes: la obsesión por la represión de la droga, la droga es el mal, el imperio de la droga, el narcotráfico, los camellos… mensajes éstos que se muestran más anticientíficos, no porque adopten éste o aquel paradigma como punto de referencia, sino por las confusiones que introducen, no sólo en la mente de las gentes, sino también en la de muchos profesionales, los cuales, como partícipes de una cultura se ven arrastrados sin saberlo a compartir y defender este punto de vista. No es de extrañar pues que este pensamiento, al que denominamos ideología de la droga, sea tantas veces defendido con tanto empecinamiento por profesionales, a los que uno oye o lee asombrado algunos puntos de vista absolutamente erróneos: no considerar drogas a las drogas legales, reducir mecánicamente todas las drogas a la heroína o la cocaína y confundir la dependencia psíquica con la física; multitud de estas ideas erróneas han impregnado el imaginario social vía medios de comunicación. El asunto es tan grave que se impone nos detengamos un momento en un punto preguntándonos qué son las drogas y por qué suscitan tanto apasionamiento.

¿Qué son las drogas? ¿Es verdad que tienen tanto poder?

En un trabajo mío de 1988, tomando como punto de partida el refrán popular castellano “Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe”, decía lo que sigue polemizando contra quienes colocan en el centro del análisis a la droga y no a la dependencia.

Tomemos el refrán como punto de partida, el cántaro no va a la fuente, lo traen y lo llevan los seres humanos, el cántaro no se mueve, lo mueven los seres humanos porque es una cosa. El cántaro no controla nada, no controla a nadie, lo controlan los seres humanos cuando lo usan para que dure el máximo tiempo posible.

Y, como que es un valor de uso, si se rompe no es porque él lo quiera, sino que se rompe a causa de un error humano. La función del cántaro es contener agua para apagar la sed. Son los seres humanos quienes han enajenado en el cántaro una serie de características, funciones y condiciones que no son del cántaro, sino humanas. El ejemplo del cántaro viene como anillo al dedo de lo que estamos hablando aquí.

El ejemplo del cántaro es una bonita analogía para comprender hasta que grado ha llegado la deformación del pensamiento sobre el tema de la droga. Los antropólogos comparten la idea de que históricamente tres fueron los usos que las sociedades dieron a las drogas: aliviar el dolor y en lo posible curar, ayudar a divertirse, servir para rezar. Estas propiedades tan útiles para combatir la precariedad humana, los seres humanos las sacralizaron, las fetichizaron, al extremo que pareció que actuaban por encima de ellos con vida y fuerza propias…

Volvamos al cántaro: el cántaro contiene agua, que sirve para apagar la sed de la gente, las drogas moléculas químicas activas; cuando los seres humanos las usan traen consigo anestesia, disipación o estímulo. Nunca han llevado nada más salvo aquello que la ciencia moderna, mediante complejas técnicas químicas ha aislado o destilado. Partiendo de ellas, ha inventado nuevas moléculas activas, con efectos poderosos sobre el sistema nervioso central; repitámoslo, desde sus productos naturales de origen, las drogas no llevan otra cosa que las moléculas químicas que realizan determinadas actividades en los organismos vivos. El problema no son pues las drogas, sino las condiciones sociales y psíquicas que crean en la generalidad de los seres humanos, y de forma particularmente grave en algunos, los toxicómanos, una estructura dependencial, ligada al uso y abuso de determinadas sustancias químicas. Acusar a las drogas de nuestros males es caer en el más vulgar remedo del fetichismo de las mercancías del que nos hablara Marx al final del capítulo I de “El Capital”.[26]

Víctor Korman, en un trabajo publicado en 1993, venía a decir más o menos lo mismo cuando decía lo que sigue:

Que los objetos no son buenos o malos per se, sino en función de su uso puede comprobarse en el hecho que hay adicciones a diversas cosas, a las que sería muy difícil atribuirles el poder tóxico que se le puede otorgar a la heroína. Por ejemplo, ciertos juegos, los naipes, la ruleta, el bingo, la TV, la comida, el vino, las máquinas tragaperras o, incluso, las dependencias físicas o psíquicas a un hombre o una mujer… Potencialmente cualquier elemento puede ser elevado a la categoría de objeto de adicción, y ello es así en tanto el primum movens no está en la cosa sino en el sujeto.

He sacado a colación estas cosas porque me parece que ha llegado el momento de polemizar con lo recurrentemente he denominado la “posición antagonista” en el análisis del fenómeno de la drogodependencia en las sociedades contemporáneas. Me refiero a esta posición bastante extendida entre un grupo de antropólogos que suponen mecánicamente que el fenómeno de la drogodependencia hoy no sería demasiado diferente al que se produce en cualquier otra sociedad tradicional.

Esto en mi opinión no es sostenible no sólo por la amplia posibilidad de documentar el punto de vista contrario – que la drogodependencia actual es un fenómeno muy diferente al del uso de las drogas en las sociedades tradicionales- sino también porque la drogodependencia es un excelente ejemplo de patología histórica, el origen de la cual aparecería casi en paralelo a las patologías derivadas del trabajo o del ambiente, es decir, patologías relacionadas con la industrialización.

En el contexto de las sociedades industriales, fuertemente laicas, el valor de las drogas, como vehículo de las prácticas religiosas, ha disminuido drásticamente. En lo referente a los medicamentos, es inútil recordar que el amplísimo abanico de fármacos actualmente existente dista mucho de ser la reducida farmacopea dominante hasta finales del siglo pasado. Los opiáceos, que durante muchísimos siglos fueron las únicas sustancias que curaban y paliaban el dolor, han dejado paso a la amplísima gama de medicamentos actuales. A nivel popular, y para la diversión “corriente”, la droga elegida sigue siendo el alcohol, el cual a su vez, es el quitapenas de uso más extendido, tranquilizantes aparte.

En las sociedades industriales contemporáneas, es en los marcos de la vida cotidiana donde la drogodependencia se extiende y avanza a tambor batiente. Me refiero a la problemática del mundo del trabajo, a la creciente pobreza urbana y paro, en la anomia de las grandes conurbaciones. La fuerza de este avance hace que los profesionales de la salud nos sintamos muy impotentes, y esto es lo que nos llena de consternación y hace que muy a menudo fetichicemos también los poderes de los psicofármacos.

La gravedad del fenómeno se nos demuestra, también, al contemplar como las estadísticas sanitarias avalan el uso masivo de estos productos. Hemos de introducir aquí un matiz: el uso de estos quitapenas menores, vehiculados por el estamento médico, tan receptivo a los mensajes propagandísticos de las multinacionales químico-farmacéuticas, sigue sus ciclos y sus modas, guiadas estrictamente por el interés comercial. El caso más flagrante en estos días es el que se relaciona con este antidepresivo que está ocupando el número 1 en el hit parade de las ventas de psicofármacos cuyo nombre comercial es Prozac. Pero sería ingenuo decir que las gentes toman psicofármacos debido a la perversidad de las multinacionales y a la esclavitud a que éstas someten a los médicos; si las multinacionales venden es porque hay una demanda que nos remite a un principio de realidad: las gentes necesitan, como sea, tranquilizarse, combatir sus depresiones o estimularse para sostener su adscripción a los valores de la cultura del rendimiento porque temen de forma indecible no poder seguir y quedarse al margen.

En el caso español la velocidad del proceso industrializador y sus costes humanos facilita que la adicción se instale como una flor del mal en medio de las grandes ciudades industriales en el que viven la inmensa mayoría de sus habitantes y que el consumo de drogas legales e ilegales, psicofármacos, etc., haya crecido de forma espectacular. Probablemente, nadie como el cineasta Pedro Almodóvar ha visto la diferencia entre uso tradicional y uso contemporáneo de las drogas de forma tan clara: me refiero al mundo drogodependiente de gran conurbación, que forma el mosaico de personajes de la que es, en mi opinión, su mejor película –aunque no sé si por deformación profesional- que lleva por título: “Qué he hecho yo para merecer esto”. Este trabajo nos pone en contacto con la necesidad angustiosa, por parte de uno de los personajes, auténticos arquetipos emergidos del proceso industrializador, de consumir todo tipo de quitapenas para poder seguir viviendo, en un mundo que no entienden y en el que no se sienten cómodos, porque no les resuelve en modo alguno sus necesidades vitales y simbólicas.[27]

Freud, en “El malestar en la cultura”, uno de sus trabajos de corte más antropológico afirmaba que:

quien vea fracasar en su edad madura sus esfuerzos por alcanzar la felicidad, aún hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis.

Si un águila como Freud estuviera ahora vivo y si a su reflexión de corte antropológico sumara otras aportaciones de carácter histórico y sociológico, probablemente tendría que convenir que dadas las actuales condiciones, es realmente admirable que la demanda de quitapenas no sea aún mayor y sus consecuencias sociales y sanitarias no sean muchísimo más graves. Los biógrafos de Freud han resaltado que nunca fue muy amante del cine; si viviera hoy sería probable que no conociera a Almodóvar; pienso no obstante que una de las cosas que caracterizan a los genios pasa por su capacidad de asumir lo nuevo, lo cambiante sin mudar lo fundamental de su discurso y de su paradigma; del mismo modo que Freud leía intensamente a los novelistas contemporáneos de quienes extraía tantas enseñanzas, convendría en resaltar las que se desprenden de la película de Almodóvar por su valor humano y político.

Como un río que baja lleno de peces, el río de la drogodependencia baja cada vez más lleno, porque los viveros que existen en su cabecera son ricos y bien nutridos; la demanda crece porque a los viveros que nos configuran como seres sufrientes hoy día se añaden los de la infelicidad, la ansiedad, las tensiones, la anomia y las precariedades que aumentan día a día.

De poco o de nada sirve querer contener por la vía educativa la extensión de la drogodependencia, porque educación implica de un modo u otro el dominio de la razón, y en las cosas de la drogodependencia la gente, adulta, adolescente o vieja no se comporta tan razonablemente como sería de desear: la sinrazón es el fundamento sobre el que se asienta la drogodependencia, similarmente como ocurre en el mundo del amor. Si el pintor holandés del siglo XVII Jan Van Steen en una pintura titulada “La chica enferma” decía que de nada sirve el médico cuando “el mal es mal de amor”, hoy probablemente no nos pintaría una chica adolescente enferma por depender de alguien y no ser correspondida sino a una chica enferma de su dependencia por algo sin poderla detener, atrapada en la compulsión a la repetición característica de la dependencia psíquica, y el lema que rezaría al pie del cuadro diría. “Nada puede el médico cuando el mal es mal de drogodependencia”.

La culpabilización de la víctima

Hablando de los adolescentes, no estará de más entrar en la cuestión tan manida de que la población diana de las políticas antidroga han de ser solamente ellos, porque según parece los adultos y los viejos no se drogan, o caso de hacerlo es en forma cuantitativa y cualitativamente poco relevante. El problema como siempre es definir qué se entiende por droga y en qué consiste drogarse. Otra vez más se nos muestra cuán cargados de ideología de la droga están los raseros con los que se mide el “fenómeno droga” entre los jóvenes.

He ahí otra manifestación perversa de la ideología dominante de la droga: que por las particulares condiciones psíquicas de los adolescentes éstos son más vulnerables a la drogodependencia no lo puede negar nadie. Los adolescentes, no obstante, también son dependientes a muchísimos otros objetos inanimados y animados como seres humanos que son, con especial intensidad por ser adolescentes, y esto no es tenido en cuenta porque el objetivo de estas políticas es que el adolescente no entre en contacto con la droga se supone que, caso de producirse, ocurrirá algo terrible que no se dará si se es adulto o viejo

Siguiendo con el discurso que nos presenta la ideología dominante de la droga, este contacto se producirá a causa de un mal amigo o un camello y la entrada en un mundo de la droga de este adolescente mentecato se dará porque no supo decir simplemente “NO”.

Consultando las estadísticas sanitarias y haciendo una lectura no reduccionista, podrá observarse que no son únicamente los adolescentes los que se drogan, como dicen cada día los mass-media: vivimos en sociedad en las que se droga toda –casi toda- la población y un porcentaje muy elevado de adultos, hombres y mujeres, viven sumidos en la drogodependencia grave y son toxicómanos. Acusar a los adolescentes y culpabilizarlos, aparte de anticientífico es un acto de vesania.

La cosa se complica más aún cuando multitud de políticas de salud pública, al suponer erróneamente que lo de las drogas es estrictamente un asunto de los jóvenes, adoptan esquemas “educativos” de carácter maniqueo: la droga es mala, mata, y si te drogas tú eres el culpable, bien por acción (buscando la droga, traficando, consumiéndola y dañando tu salud con ella) bien por omisión, es decir, no diciendo “NO”, cediendo a las presiones del camello con la energía que nos propone el irreal protagonista de este anuncio de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción. Para los realizadores de este mensaje los anuncios de alcohol y tabaco en las canchas deportivas no son propaganda por drogodependencia, y dan la impresión que el consumo de alcohol entre jóvenes es menos importante que la incitante ruta del bacalao, poblada de sustancias de síntesis. No perdamos de vista que los expertos en marketing expresan vía propaganda las ideas de quienes les han contratado.

En el caso de los adolescentes, los educadores, los trabajadores sociales y los psicólogos, ven con desesperación creciente que los programas de educación sanitaria que diseñan fracasan recurrentemente y, muy a menudo, les cuesta trabajo preguntarse porqué. Según mi opinión, esto ocurre porque no se pone a la dependencia en el lugar principal sino en el secundario. Los jóvenes, los adolescentes, en palabras de Aristóteles:

Son por su carácter concupiscentes e inclinados a hacer aquello que desean. En cuanto a las pasiones corporales, son especialmente sumisos a las de Venus e incontinentes en éstas… y no son maliciosos sino cándidos por no haber presenciado muchas maldades. Y son confiados por no haber sido aún engañados muchas veces. Y llenos de esperanzas, porque lo mismo que los beodos, los jóvenes están calentados no por el vino sino por la naturaleza y también a causa de no haber padecido muchos desengaños. Viven por la mayor parte con esperanza, porque la esperanza es del futuro y la memoria es del pasado y para los jóvenes el futuro es mucho y lo pasado breve, pues en el primer día de nada pueden acordarse y todo lo esperan. Son fáciles de engañar por lo dicho, porque esperan con facilidad.[28]

Si a lo que dice Aristóteles –por lo demás demasiado actual- siguiéramos con la reflexión a la que Freud nos invita en su trabajo “Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte”, muy probablemente hallaríamos a pesar nuestro algunas explicaciones para interpretar estos tan repetidos fracasos:

Preguntamos ¿como se conduce nuestro inconsciente ante el problema de la muerte? La respuesta ha de ser: casi exactamente lo mismo que el hombre primitivo. En este aspecto, como en muchos otros, el hombre prehistórico pervive en nuestro inconsciente. Nuestro inconsciente no cree en su propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente –los estratos más profundos de nuestra alma constituidos por los impulsos instintivos- no conoce en general nada negativo, ninguna negación –las contradicciones se funden en él- y por tanto no conoce tampoco la muerte propia a la que sólo podemos dar un contenido negativo. Nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte. Quizá sea éste el secreto del heroísmo. El fundamento racional del heroísmo reposa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos vienes abstractos y generales. Pero a mi entender, lo que más frecuentemente sucede es que el heroísmo instintivo, impulsivo, prescinde de tal motivación y menosprecia el peligro diciéndose sencillamente “no puede pasarme nada” (…) El miedo a la muerte que nos domina más frecuentemente de lo que advertimos es en cambio algo secundario, procedente casi siempre del sentimiento de culpabilidad.[29]

Los sentimientos de inmortalidad, de menos capacidad para valorar los peligros reales, e incluso de obtención de goce gracias al peligro, son cosas que configuran el mundo de la adolescencia, en el cual el problema de las drogas es uno entre tantos. Los adolescentes no se adscriben a las drogas por alguna característica genética u hormonal. Los adultos no suelen presentar las condiciones de desarrollo psíquico de los adolescentes, por lo cual es corriente que nieguen inconscientemente que algún día lo fueron, negación que parece que llega a su culminación cuando alguien es nombrado para algún cargo público, cuya misión es controlar, reprimir o vigilar el tráfico de drogas. Da la impresión que cuando alguien accede a determinados niveles de la Administración hubiera pasado directamente de niño a adulto y, en consecuencia, es incapaz de recordar qué debió hacer cuando era adolescente. Es muy difícil desde este contexto diseñar acciones de política social y sanitaria, desde la realidad psíquica del adolescente y no desde una ficción: un joven que se conduce a sí mismo dirigiendo los actos que realiza por la razón.

Los antropólogos y los psicólogos nos han hecho observar cómo la afición a probar drogas no es distinta de la afición por la velocidad, los deportes de riesgo, no pagar el transporte público, enfrentarse violentamente a sus mayores y otras muchas cosas de las que los adultos no queremos ya acordarnos.

En consecuencia, separar las cuestiones de uso y abuso de drogas de los demás aspectos relacionados con las necesarias rupturas que los adolescentes han de ir produciendo para llegar a adultos me parece un siniestro error. Un mínimo análisis de cómo las diversas sociedades han ido resolviendo a lo largo de siglos esta etapa tan complicada del ciclo de la vida, viene a demostrarnos en qué tipo de simplificaciones ha caído la cultura de las sociedades industriales hoy vigente, una de cuyas manifestaciones es la cultura antidroga, que para más inri intenta exportar hacia los países del Sur.

Los adolescentes, para ser más exactos, se hacen adultos en medio del forcejeo con el ambiente que les rodea, y a través de este forcejeo van encontrando los límites psíquicos y sus propias formas de relación. Olvidar las cuestiones que se relacionan con el “probar cosas” o “tener experiencias”, aspectos éstos tan fundamentales para la maduración del sujeto psíquico, comporta necesariamente que se fracase de forma estrepitosa en estos programas sociales los cuales desvían, en el mejor de los casos, el interés que existía hacia las drogas por otros intereses, muchas veces no menos cargados de peligro.

Una de las explicaciones que viene a sumarse a las que he esbozado hace referencia al hecho de que en las últimas décadas la penetración de criterios economicistas en el mundo de la salud y los servicios sociales ha dejado de ser un medio para trabajar mejor y se ha convertido en un fin. En lo que se refiere al campo que nos ocupa, la acción para “combatir” las drogas, en particular entre los adolescentes, ha adquirido un peligro reduccionista del carácter económico del que se han escapado los profesionales de la sanidad que han visto imbuidos de las ideas economicistas al uso. Esto ha dado lugar a dos deformaciones: desplazando más aún si cabe el interés del tema hacia el lado de la droga y transformando la acción preventiva, curativa o social sobre seres humanos sufrientes en un proceso productivo del que a la corta o a la larga se han de producir “beneficios” evaluables económicamente.

Acaso pueda parecer la edad de Perogrullo, pero se hace necesario reconocer que la ciencia económica moderna, que trata de las cosas y no de las personas, por muy sotisficadas que sean las técnicas económicas, estadísticas, matemáticas etc., que use, no puede integrar a las personas mas allá de su aspecto cosificado, cuantitativo. Decía Marx a este respecto:

En consecuencia, la economía política no conoce al trabajador parado, al hombre de trabajo, en la medida en que se encuentra fuera de la relación laboral. El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente son “figuras” que no existen para ella sino solamente para otros ojos: para los ojos del médico, del juez, del sepulturero, del alguacil de pobres, etc. son fantasmas que quedan fuera de su reino…

Podríamos añadir, sin desentonar, en el texto a los toxicómanos y con esta sola palabra algo escrito hace 150 años tomaría una actualidad muy particular. Poner a los criterios de rendimiento económico como los aspectos rectores de las políticas antidroga, subordina las condiciones específicas de los seres humanos vulnerables o dependientes a la productividad de estas políticas sociales y de salud. Y dado que las gentes viven rodeadas de todo tipo de drogas, ni las evitan ni se curan de ellas, en el mejor de los casos cambian unas por otras. En consecuencia, asombrarnos que las cosas no sean peores produce más bien de un sesgo informativo que no de la gravedad que tiene la drogodependencia.

Tengo la convicción de que no estamos midiendo correctamente y con los medios adecuados la dimensión del fenómeno. Lo que recibimos en los hospitales, servicios de urgencia, servicios de tratamientos de drogodependencia, etc., no es más que la punta minúscula de un enorme iceberg, cuya base cada vez se agranda más. Los expertos en salud pública seguimos teniendo ideas confusas acerca de cómo medir y valorar qué es un drogodependiente y, como también estamos imbuidos de la ideología dominante de la droga, sin darnos cuenta, cuando decimos que medimos, caemos en la trampa porque ponemos el acento básico en el tipo de droga que se toma y no en las características psíquicas de las personas dependientes.[30]

De entrada, lo que tendría que ponerse en un lugar central no es tanto la emergencia de la patología visible (por ejemplo, la crises en el caso del alcohol), sino las evoluciones en la demanda de “quitapenas”. Esta demanda no respeta, como es lógico, las diferencias arbitrarias entre drogas legales e ilegales, entre “duras” o “blandas”, entre productos salidos del tratamiento químico de plantas o las fabricadas sintéticamente, de la misma manera que tampoco respeta las fronteras ni las edades. Dicho de otro modo: en el problema de la drogodependencia, el mercado se estructura a partir de la demanda de quitapenas y no a partir de la oferta que unos desalmados llamados camellos o narcos ponen en manos de unos infelices adolescentes que se dejan engañar, “caen” en la droga y son fácilmente estigmatizados como culpables, culpabilidad que es aplicada tanto más cómodamente cuanto más adolescente se es.

Cuando las cosas se enfocan de esta manera no puede sorprendernos que las intervenciones, supuestamente sociales o sanitarias, no se alejen demasiado de las de carácter represivo y, en consecuencia, por su propia naturaleza tiendan a lo que ha venido conociéndose con el nombre de culpabilizar a la víctima. Los adolescentes son en la actualidad los culpables por activa, pasiva o refleja, de algo que no les atañe únicamente a ellos, sino que atañe a todos y cada uno de los habitantes de las sociedades industriales y cada vez más, por desgracia, de mayor número de personas de las ciudades del Tercer Mundo.

No estará de más recordar aquí aquella novela de Samuel Butler, en la que relata el viaje a un país de ficción, donde el Estado tiene como único principio promulgar leyes que refuerzan los derechos de la naturaleza. Si en Erehwom la naturaleza manda desgracias a los hombres, la misión de las leyes es castigar pertinentemente a quienes las sufren. En este país imaginario, donde sufrir desdichas es considerado un crimen, existen tribunales que añaden sanciones humanas a las ya decretadas por la naturaleza. Así por ejemplo, en el Tribunal de los Lutos Familiares se juzgan y condenan a quienes han perdido seres queridos y, en otra sección, a los enfermos:

Un caso de tuberculosis pulmonar “delito castigado hasta hace poco tiempo con la pena de muerte”. El abogado defensor trata de demostrar que el acusado se había fingido tísico para defraudar a una compañía de seguros, esperando obtener una pensión vitalicia con condiciones más ventajosas. Pero, desgraciadamente, “el caso era demasiado claro, puesto que el acusado sostenía el alma con los dientes” y tenia también a su cargo una condena precedente por bronquitis agravada. El juez le dice explícitamente que “es inadmisible que un ejemplo de tanta gravedad pueda permanecer impune. Su presencia entre las personas respetables podría inducir a las menos vigorosas a tratar con ligereza todas las formas de enfermedad”. Rechaza después los atenuantes, como haber nacido de progenitores enfermizos, con una clara negativa: “No estoy aquí para ocuparme de complicadas cuestiones metafísicas sobre el origen de esto y de aquello, cuestiones que una vez iniciadas nunca tendrían final”; e invierte así el argumento: “Si hubieses nacido de progenitores sanos, no habrías violado las leyes de su país”. La condena es de cadena perpetua y el comentario del narrador es el siguiente: “Efectivamente, lo que más me llamó la atención durante toda mi estancia en Erewhom fue el unánime respeto por la ley y por el orden”.[31]

Si Samuel Butler levantara la cabeza, cambiara lo de bronquitis y tuberculosis por lo de drogodependencia, y volviera a dormirse después por toda la eternidad con la esperanza de no volver a ser necesitado. El texto que acabamos de presentar resume como ningún otro cuál es la política antidroga que se viene realizando con los adolescentes, o para ser más exactos, contra los adolescentes. Ironías aparte, las cárceles están llenas de adolescentes con sida, y si las imágenes de los cementerios de soldados nos impresionan por la locura que representan centenares, a veces miles, de cruces alineadas, no es menos locura a donde ha conducido la incomprensión de los fenómenos de los adolescentes en la sociedad contemporánea: la diferencia estriba en que en los cementerios militares las cruces están juntas y, en cambio, las cruces de las tumbas de los jóvenes muertos por conducir “coches sin límites”, practicar puenting o verse abocados por mil y un caminos a la ingesta de sustancias se encuentran separadas, no tanto porque lo están realmente, sino porque la ideología dominante dificulta enormemente que las podamos ver todas juntas como las vemos en los cementerios militares. Si añadiéramos, además, las de los adultos y ancianos cuya morbilidad y mortalidad se relaciona directamente con la adicción a drogas el número de cruces juntas podría confundirse con buena parte de la selva amazónica; así lo veía Víctor Korman cuando decía:

La sociedad actual tiende a reducir los contextos donde se despliegan las relaciones diversificadas de objeto sustituyéndolas por actividades en las que predomina el repliegue sobre sí mismo. Este empobrecimiento de las redes intersubjetivas se acompaña de una promoción de aquello que tiene que ver con lo visual, la fascinación por las formas y las capturas imaginarias. Por todos los medios posibles se estimula la negación de la falta: se intenta demostrar a cada instante que ella puede ser colmada. La fetichización crece de manera exponencial a la par que el vértigo tecnológico expulsa al sujeto del centro de la escena. Las figuras posibles de vehiculación de la Ley se desploman y el deseo tiende a ser asfixiado. Dicho sintéticamente, la sociedad postmoderna acrecienta la transmisión de un narcisismo deletéreo que hace indefectiblemente carne y psique en cada sujeto. Respecto de épocas previas donde estos fenómenos no estaban ausentes, se ha producido un punto de inflexión: nunca antes ni de esta manera –que impregna todos los requisitos de la vida social- se ha estimulado tanto la idea de que la falta es reductible y que nuestro dolor se debe justamente a la ausencia del “objeto adecuado” para llenar este agujero. En la dirección inversa de los sujetos a la sociedad, vemos a los primeros generar frenéticamente nuevos “productos” que sintonizan tanto con la “psicología” como con la “psicopatología” modernas, fenómenos que a su vez realimentan los síntomas. A partir de estas relaciones a doble vía, se aclara por qué suelen estrellarse en la ineficia la mayor parte de los programas de lucha contra las drogas, las campañas oficiales y paraoficiales en relación a las toxicomanías: se toma a cada adicto como un mero accidente, sin apreciar que -aunque la interpreten en clave tanática- ellos han aprendido bien la lección que se enseña cada día. Luego se intenta resolver la drogadicción encarnada en este sujeto determinado -dejemos de lado por el momento cómo se realiza esta tarea- sin cuestionar los determinantes sociales que favorecen. Frente a la drogoadicción nuestra sociedad se comporta, en alguna medida, como aquel extraño caso del pirómano bombero.

Sísifo, su piedra y las políticas antidroga

Por todo lo que venimos diciendo, queda puesto de manifiesto la obsolescencia de la mayoría de políticas antidroga concebidas por aquellos que teorizaba que las drogas son el problema, elaboran una visión maniquea del mismo, piensan la droga como plaga y quieren acabar con ella como sea.

Quines piensan así remedan la patética figura de Sísifo subiendo la piedra por la ladera del monte al suponer que el mercado de la droga se mueve desde la oferta. Es por este motivo que ponen todo acento de su actividad profesional o política en la represión del tráfico, la prohibición del uso de sustancias y en la persecución, muchas veces velada otras abierta, de los consumidores; detienen, vuelven a detener, crean servicios sociales específicos, organizan campañas educativas, llenan estadios de fútbol hasta la bandera para luchar contra la droga y facilitan por su pasividad el consumo de drogas legales. Arrastrados por un pragmatismo ilimitado, nacido de mucha ignorancia histórica, suelen olvidar cuántas vueltas ha dado la legislación que gira en torno las drogas, y acaso ni saben que en tiempos de Napoleón el café fue tan perseguido como si de la heroína o la cocaína se tratase.

Los postmodernos que participan de este pensamiento no suelen conocer la mitología clásica y en consecuencia, Sísifo no debe sonarles mucho. Confunden la respetabilidad que merecen todos los dioses, como productos que son de la mente humana cuya existencia no puede ser verificada, con la respetabilidad que merecen todas las ideas, productos también de la mente humana que a diferencia de los dioses sí se pueden verificar. La concepción ptolomeica del universo, el nazismo o la existencia de flogisto no son ideas respetables.

En relación a las ideas que los seres humanos han construido sobre los dioses, seres inexistentes, nacidos de la necesidad de calmar el dolor de vivir, una sola idea no me parece respetable, a saber: la sostenida por aquellos que en contra de lo que defendía el emperador Adriano, mantienen contra viento y marea que su dios existe, es el único y, en consecuencia, el verdadero. Nada nos autoriza a pensar, dado que dioses hay muchos y variados, que los que castigaron a Sísifo siga subiendo su piedra y al llegar a la cima ésta vuelve a caer. Es lo que ocurre con las grandes y pequeñas operaciones contra el narco, dirigidas por los Sísifos que desde la medicina, la judicatura, la policía, la educación, los servicios sociales o la DEA se empecinan en querer acabar con algo que no conseguirán, en la medida en que el dolor de vivir de las sociedades industriales crezca paralelamente a la pobreza económica y simbólica y necesite aparte de dioses, drogas.

Estos Sísifos niegan de hecho la historia de las drogas, sus usos y la importancia que éstas han tenido y tienen en las sociedades, pero por encima de todo, niegan la existencia de la dependencia. Diciendo que usan métodos objetivos, científicos, para intervenir en el fenómeno droga, presuponen que sus intervenciones son independientes de los valores, cuando lo que hacen realmente es aplicar unos valores bien concretos, los cuales expresan técnicamente la ideología dominante de la droga.

El mundo en que viven estos Sísifos es el mundo que se consolidó el día en que un notable profesor de física y astronomía llamado Galileo Galilei, frente al Tribunal de la Inquisición, pudo abjurar tranquilamente de sus ideas cosmológicas porque sabía que aún cuando abjurara, el Sol seguiría en el centro del universo y la Tierra no dejaría de moverse. El científico y burgués Galileo, al abjurar, sostenía que las leyes de la naturaleza son independientes de los valores y, en consecuencia, no hay que defender el conocimiento porque éste se sostiene por sí mismo.

Los Sísifos de los que nos venimos ocupando confunden el estudio del mundo físico, es decir, el mundo de las cosas, con el estudio del ser humano, para el que no se puede prescindir de los valores. Podrán seguir interviniendo así por toda la eternidad, pero por forzudos que sean, siempre la piedra volverá a caer y la razón es simple: porque no introducen en su análisis la variable fundamental, la única realmente humana, a saber: la dependencia en su conjunto y en particular la psíquica.

Estudiar e intervenir sobre la droga implica que el objeto de estudio e intervención es en última instancia comprensible con el arsenal teórico y técnico que nació y se consolidó con Galileo. Estudiar e intervenir sobre la dependencia implica convertir en objeto de estudio e intervención al ser humano mismo, inmerso en sus contradicciones existenciales, políticas y sociales, implica poner en el centro del análisis a estos elementos que se han encarnado de una manera única en la historia de la vida, en el psiquismo de un sujeto y para ello el punto de vista galileano sirve de bien poco, por no decir de nada; es por este motivo que podrá ser interesante recordar una antigua leyenda que se cuenta acerca de san Agustín, un estidioso de los dioses.

Del encuentro de san Agustín con el niño que quería vaciar el mar con una concha

Dice la leyenda que paseaba san Agustín por las playas de Tunicia, meditando acerca del misterio de la santísima trinidad. En su paseo solitario, tropezó con un niño que estaba recogiendo agua del mar con una concha y la vaciaba en un pequeño orificio que había hecho en la arena. Pregúntale el santo qué era lo que hacía y el niño le dijo que vaciaba el mar con una concha. Agustín de Hipona le respondió si no se daba cuenta de lo inútil de su empeño a lo que el niño respondió que no más imposible que querer comprender el misterio de la santísima trinidad.

Quienes conciben las actuales políticas antidroga en sus diversas vertientes se parecen mucho al niño que quería vaciar el mar, lo que unos párrafos más arriba denominábamos pirómano bombero. Es bien cierto que podrán argüir en su descargo que tan inútil puede ser esta política antidroga como querer entender la dependencia, de la misma manera que san Agustín, por mucho que se esforzase tampoco llegaría a comprender el misterio de la santísima trinidad.

Una diferencia separa a quienes sostenemos que hay que poner el acento en la dependencia y no en la droga de la posición de san Agustín: él interrogaba sobre cios y sus tres personas, es decir, sobre algo inexistente, desde el punto de vista del discurso de la ciencia, entendida en su sentido positivo, como crítica del saber y como concepción del mundo. Quienes nos preguntamos sobre la dependencia, aún cuando sepamos muy bien que difícilmente la llegaremos a conocer jamás del todo, porque es imposible conocer en su totalidad al ser humano, tenemos una convicción que nos sirve de guía: todo lo que pueda hacerse para arrojar luz sobre el dolor de vivir, por mínimo que sea, se ha de hacer. La vida de cualquier ser humano es infinitamente más tangible, real y dolorosa que la supuesta vida eterna de cualquiera de las tres personas de la santísima trinidad.

A modo de conclusión

A lo largo de las páginas anteriores hemos intentado dar argumentos que contribuyan a cambiar el enfoque en el estudio y en las intervenciones de índole diversa que se realizan en torno a las cuestiones de las drogas.

Hemos argumentado que el acento para estudiar el denominado fenómeno drogas no se tenía que poner en las drogas mismas, sino en la dependencia que éstas crean en los seres humanos ya por sí dependientes, y hemos justificado que difícilmente avanzaremos en la comprensión y en la erradicación de sus consecuencias negativas si en vez de partir de una perspectiva antropológica nos empecinamos en adoptar una posición positiva, economicista y biologista que conduce a un reduccionismo sin salida, como lo prueban los persistentes fracasos de las políticas antidroga.

En esta vía, pese a su complejidad, algo hemos avanzado, aunque sea muy poco: al menos en medios expertos ya se suele hablar habitualmente de “drogodependencia” y no de “drogas”. Algo se ha conseguido, y es que al menos la palabra dependencia acompaña ya a la palabra droga, pero esto sólo puede ser considerado como el inicio de un camino nuevo, porque el anterior no condujo a parte alguna. Pero hemos de ser pesimistas, mientras el peso de la ideología dominante de la droga sea tan poderoso y aunque la palabra drogodependencia perdiera justo en el momento de su nacimiento su valor y hablando de drogodependencia siguiéramos hablando de las drogas y de cómo éstas a través de seres perversos manipulan a los seres humanos. Por esto será bueno acabar recordando lo que hablando de otros asuntos decía el sensato Pascal:

Yo no discuto jamás del nombre de una cosa, si no se me advierte del sentido que se le da.


Oriol Martí
Mayo 1994

1 comentario:

germi dijo...

interesante la idea de oriol